El arte homosexual en México (a vuelo de pájaro)

El arte homosexual en México (a vuelo de pájaro)

No es tarea fácil caracterizar brevemente la plástica mexicana homosexual del siglo XX. En este espacio lo haré a partir de cinco obras que provienen 1) del archivo fotográfico de los Casasola; 2) del pincel de Antonio Ruiz, el Corcito, eco del impacto de los 41; 3) del taller de documentación visual de la Academia de San Carlos, a través de cuya obra abordo a la pintura gay; 4) La semana cultural gay; 5) cierro con el ludismo de Julio Galán. Estas obras pertenecen a cinco momentos claramente diferenciados en la plástica gay: la estigmatización en la primera mitad del siglo; la revolución iconográfica del 68, el impacto del sida en los ochenta-noventa; la importancia de la Semana Cultural Gay y por último, el rompecabezas para salir de la fijeza identitaria.

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En el archivo Casasola, tesoro iconográfico de siete décadas, hay una serie de fotografías de jóvenes homosexuales, afeminados y travestis, morenos y de clase modesta atrapados en oficinas del Ministerio público y en la cárcel, en la crujía J. No tenemos sus nombres ni las razones de su detención y encarcelamiento en la primera mitad del siglo XX: la lente distanciadora, morbosamente curiosa, no deja dudas sobre una justicia heterosexual particularmente vigilante y punitiva contra la diferencia, que ya había exhibido sus siniestros poderes organizando el linchamiento moral de 41 homosexuales sorprendidos en 1901 en una fiesta privada; su exhibición pública de los 41, destierro y condena a trabajos forzados, marcó el imaginario social, homo y heterosexual mexicano (José Guadalupe Posada (1852-1913) dejó memorables grabados sobre el tema).

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Que nadie lo dude: ¡son jotos!, ¡lilos!, ¡41!, ¡afeminados!, ¡amanerados!

En 1941, sobre una pequeña tabla (28.5 x 34.5 cms), pletórica de alusiones burlonas, Antonio Ruiz, el Corcito, (1895-1964) retrata en “Los paranoicos (los espiritufláuticos); los Megalómanos” a los Contemporáneos (tres nombres para un solo cuadro, como si el lenguaje fuera insuficiente para expresar la diferencia; como si el hetero-regodeo no tuviera fin). Este grupo de homosexuales que marcó profundamente a la cultura nacional, camina en medio de una plaza imaginaria tomados del brazo. No hay duda: Antonio Ruiz utiliza la línea curva como metáfora de la jotería; la recta –lo recto- sería lo heterosexual, lo moralmente aceptable. Dueño de un virtuosismo que exhibe en cuadros emblemáticos de la pintura mexicana de mediados de siglo, como “Verano” (1937) y “La Malinche” (1939) que lo hacen único en la historia de la pintura en México, el Corcito plásticamente impone ondulaciones a los cuerpos y el andar de los poetas que se hicieron llamar los Contemporáneos, para representar el sitio que corresponde a la mariconería: la burla. Los Contemporáneos (Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, “los escritores homosexuales que guían con sus provocaciones a la sociedad emergente”, Monsiváis) y Agustín Lazo, Roberto Montenegro no caminan; se contonean, mueven las caderas, exhiben su desfachatado amaneramiento en medio de la plaza. ¿Son megalómanos, paranoicos? ¿O acaso la persecución y la burla son merecidas por traicionar esa línea recta que los haría respetables? En todo caso se recurre a la nomenclatura psiquiátrica para patologizar a la disidencia sexual.

En segundo plano aparece el frontispicio del palacio de gobierno de un pueblo imaginario con una fecha “1810-1941” al lado del escudo nacional. 1941 es el número que les corresponde, los nombra. Refiriéndose a los 41 homosexuales sorprendidos en una fiesta privada y luego castigados con particular saña por el histerismo de una sociedad machista a principios de siglo, el año de 41 alude a la decadencia causada por el afeminamiento de la cultura mexicana que el tradicionalismo de Antonio Ruiz denuncia.

El colorido, otra alusión a la mariconería escandalosa del grupo, aparece en los cuellos de sus camisas, una verde, otra azul; en las corbatas, una morada, otra naranja. También muy coquetón con su cinta lila al cuello, en primer plano, un perrito, con la cola parada (¿otra alusión más a la sodomía?), los observa, es un chihuahua. Dos pañuelos color lavanda salen del bolsillo del saco: son utilizados como emblemas por esos lilos que se pasean por el centro.

Dos mujeres elegantes, María Asúnsolo y Lupe Marín, con estolas, enmarcan la feminidad desbordante de los Contemporáneos.

También en primer plano, un balero alude a placeres anales. Salvador Novo camina con afectada dignidad, lleva regiamente la frente en alto; Villaurrutia, con la piel del rostro y manos de color verde y pequeña estatura, va agarradito del brazo; la proximidad los delata. Fuera de este grupo sui generis, la plaza luce desértica: a nadie se le ocurriría aparecer bajo el número 41, a nadie le gustaría que lo engancharan como un balero por el trasero, nadie caminaría con tales aspavientos. A la homosexualidad se le hace el vacío.

01. El arte homosexual en México (a vuelo de pájaro)

En la primera mitad del siglo la imagen social del homosexual se construye en el mejor de los casos como un cosmopolita, sofisticado, amanerado y exhibicionista. El apartamiento de la norma heterosexual significa también alejamiento de las fuertes y sanas tradiciones mexicanas. Denunciar esto públicamente es mostrarse viril, patriota y ganarse la estima social.

Jesús Reyes Ferreira (1884-1977), Roberto Montenegro (1887-1968), Manuel Rodríguez Lozano (1896-1971), Agustín Lazo (1896-1971), Frida Khalo (1907-1954); Juan Soriano (1920-2006) Rodolfo Morales (1925-2001), Abraham Ángel (1905-1924) son algunos pintores de esta época.

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Como consecuencia de lo movimientos contestatarios de los años sesenta, se produce una revolución en la plástica mexicana de los setenta. La iconografía gay se centra en la representación del cuerpo y en la explicitación de la sexualidad gay, ritualizada con formas de ligue clandestino que se apodera de espacios públicos (jardines, calles, esquinas, baños, cines, último vagón del metro); se acentúa la diferencia del cuerpo heterosexual: hombres musculosos vestidos con prendas ceñidas, abiertas y pequeñas que permitan mostrar no sólo el volumen toráxico o del bíceps, sino la inequívoca marca de que son hombres que buscan sexo con hombres. El arte gay celebra tanto el apartamiento de los convencionalismos como “decoro” y el “pudor”, como la libertad, espontaneidad y franqueza para expresar lo que veda la heteronormatividad; exhibe relaciones sado-masoquistas, momentos de intimidad en sitios públicos; celebran los genitales. Los grandes falos de Velazquez o de Zenil no solo invitan al espectador al acto sexual, establecen una relación de humor como los enormes falos pintados en las sillas de Zenil donde la invitación a sentarse representa una aceptación de gustos en un hogar homosexual: para sentarse hay que tener en donde.

Al acentuar la homoerotización de cada gesto como índice de las libertades alcanzadas, el arte se vuelve un emblema de la comunidad lésbico-gay. No hay lugar para la ambigüedad o el equívoco, imposible que estos objetos puedan ser colocados dentro de un hogar tradicional o en sedes institucionalizadas. No imagino la desnudez del Subcomandante Marcos con la ondeante bandera mexicana, cuadro de Salvador Salazar, adornando una sala de la Secretaría de la Defensa Nacional. Con el arte gay se ha abandonado la ambigüedad de las representaciones artísticas de generaciones anteriores, que no era raro que se refugiaran en temáticas de la antigüedad clásica o en la belleza del efebo en iconos de compromiso que expresara el gusto personal sin enfadar al público heterosexual.

En foto del Taller de documentación visual, “¿Qué es ser gay?” inquiere desde sus provocadores veinte años un modelo con lencería y medias de popotillo rojo, arracada en la oreja y larga cabellera (las botas norteñas y el abrigo son elementos exóticos, innecesarios, en la capital). Posa recargado a un muro, en la calle, en referencia a la prostitución. Ciertamente no es una representación de la cotidianeidad gay de los años setenta que pudiera justificar la generalidad de la pregunta esencialista. Sin embargo, su mirada de frente sin ocultar el rostro ni sonreír a la cámara en busca de aceptación: es una actitud característica de las rupturas que sobrevinieron en la sociedad mexicana tras el 68. La representación toma cada uno de los elementos con que la heterosexualidad imagina a la gaydad.

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Nuevamente aparece la transgresión en otra imagen. Esta vez se trata de una figura medieval de Jesús con discípulo favorito. Pedro se ha quedado dormido y reposa su cabeza en el hombro del Señor. La pregunta ¿qué es ser gay? subraya la relación homoerótica de Jesús con sus apóstoles para apoderarse de la icnografía buga y resaltar el negacionismo que tanto conviene a Heterolandia. La respuesta se deriva de la imagen: Ser gay es construir con fuertes lazos una cofradía comprometida con revolucionar las conciencias y al mundo, es la búsqueda de nuevos valores tanto como asumir la ternura entre dos hombres. Ni el terreno religioso ni el de la educación quedan exentos de la inquisitiva transgresión. La gaydad se encuentra en todas partes: en la revolución, en la ética, en la religión, en la cofradía, en el grupo de amigos… Nuevamente la viveza de los colores apunta a una moral diferente. El blanco y negro, el pensamiento polarizado, la ausencia de matices pertenece al antiguo régimen. El arte gay aparece como una herramienta de disidencia política.

Desde mediados de los años ochenta, el Taller de Documentación Visual de la Academia de San Carlos se focaliza en la representación del sida. Numerosos carteles sirven de propaganda abierta, desprovista de moralismo.

Los personajes de lo que parece una piedad serían una pareja que desde la intimidad de su cama se presentan. El cuerpo del amado ha sido trabajado por las infecciones oportunistas; el amante le prodiga ternura y protección en un abrazo. Sin embargo, el pie del amante tiene la forma de la cola del diablo: al ver el título, el espectador descubre que el cuadro se llama “Jesús y el diablo”. No se trata de ternura; la pareja está formada por dos opuestos: la rica iconografía religiosa de la pasión crística viste ahora con el desgastado cuerpo de un portador del VIH. El diablo lo acoge en sus brazos. La imagen traduce el quiebre de la comunidad gay: al agonizante literalmente se lo lleva el diablo…

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Con el tiempo será más claro la gran influencia que dejaron las veinte ediciones de “La Semana Cultural Lésbico Gay” o “100 artistas contra el Sida”, organizadas por el pintor Juan Rumoroso en los años noventa. En cada una de sus ediciones, la semana cultural contaba con un elenco de más de cien piezas (pintura, escultura, instalación, grabado, fotografía, arte-objeto…), expusieron artistas como Julio Galán (1958-2006), Nahum Zenil (1947), Reynaldo Velásquez (1946), Francisco Toledo (1940), Daniel Lezama (1968), Javier de la Garza (1954), Javier Marín (1962), Arturo Marty (1949), Oliverio Hinojosa (1953-2001), Salvador Salazar (1975), Carlos Jaurena, Mónica Castillo (1961), Rigel Herrera (1975), Víctor Sánchez Villarreal, Miguel Ventura (1954), Boris Viskin (1960), Vanessa Solaso, Yolanda Andrade, Pedro Meyer, Fernando Montiel Klimt (1978), Fernando Guevara (1969), Rocío Caballero (1964).

Trinidad Ramírez presentó la serie “Nocturno”, Seis excelentes close-ups de Wanda Tixú, Alejandra Bogue, Ego (ambas como monjas cocainómanas), Regina Orozco y Carlos Bielletto, actores gay. En “Allonsanfans”, Salvador Salazar representa al Subcomandante Marcos desnudo y con metralleta en mano, sosteniendo la bandera de México. Ruanova Moreno Ballesteros, en “Abrazo I”, plasma el afecto de dos “osos”. Entre las representaciones de San Sebastián, un motivo de la pintura gay, destacan los cuadros de Nahúm Zenil, Luciano Spano, Carlos Márquez (“Me & myself”, 2001). Aunque el Museo Universitario del Chopo actualmente está cerrado desde hace cuatro años por restauración, aún queda la profunda marca de la Semana Cultural Gay organizada por José María Covarrubias (1948-2002), durante 17 ediciones, la última en 2003, “Dedicada a Xavier Villaurrutia en el centenario de su natalicio”.

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La desbordante imaginación de Julio Galán se probó exitosamente en un solo tema: la autoobservación. La numerosa iconografía que muestra un dominio técnico portentoso, evoluciona un diario profundo, que permite ver a un sujeto a la vez torturado por la angustia y soledad y lúdico en el despliegue de una polimorfa transgresividad: desde el profundo sueño infantil bajo la suntuosa coraza de la tortuga de carey (“Niño caguama”, 1985); las oraciones arropadas por el ángel de la guarda, ante un ominoso bulto bajo las cobijas (“Túnel de los santos”, 1985); el cuello y el pene minuciosamente ligados a lo irrepresentable, una poderosa fuerza, firmemente colocada fuera de la escena (“Autorretrato sabiendo aguardar”, 1992). Julio Galán lo mismo se retrata como bailarina minoica (“Los siete climas”, 1991); que emitiendo un sordo grito tras la telaraña; o envuelto en sarape mexicano. Julio Galán supo fundir la iconografía religiosa, desde cristos y santos con la iconografía de la revista porno, mezclando los emblemas identitarios de lo mexicano, con el mundo de ensueños de un niño, con la violencia pulsional de una juventud interminable y dolorosa; combinando formas clásicas y juguetes infantiles: el mármol y el peluche.

Me detengo en un tríptico fundamental: “Autorretrato con el oso, la estatua y la carta de adiós”, que data de 1983 donde los cuerpos de tres personajes, una cariátide, un oso y el propio sujeto, están divididos, a su vez, en tres secciones. Cada una de las secciones se intercambia para formar personajes yuxtapuestos en que una cabeza de oso se corresponde con tronco humano y pies de cariátide; una cabeza humana tiene un torso estatuario y pies de oso; una cabeza de cariátide va con cuerpo de oso y las piernas humanas. Se trata de un rompecabezas en el que la identidad se juega como confluencia móvil, pasajera.

En la parte central y superior del primer panel se encuentra la leyenda “La cara que vemos; la que no ven.” Que sin duda alude a la experiencia del clóset; y a la parcialidad de cualquier punto de vista. A los lados se despliega el mensaje: “La luna gira alrededor de la tierra, tardando en dar una vuelta cerca de 28 días por lo que muestra siempre la misma cara. Ocurre lo mismo que con un buque navegando en torno de una isla: muestra siempre la misma banda, el mismo lado. Yo conozco la otra cara de la luna y me costó mucho. Aquí aparece pero está cubierta. Porque no habría de estarlo? Se dice que la luna en sí misma debe de ser un astro terrible pues al no tener atmósfera cualquier manifestación de vida es imposible y por lo tanto en su superficie no hay ruidos en absoluto, reinando por consecuencia un silencio de tumbas.”

En el tercer panel dice “Cuando está el cielo con este color es cuando la magia se apodera de mí y tengo los recuerdos de cosas futuras. Es cuando aparecen imágenes-relámpago que no he podido volver atrás pero allí estaremos.”

En el tríptico se produce la mise en abîme de la pintura dentro de la pintura, la identidad como un rompecabezas cuyas piezas se pueden combinar; el tema de lo que siempre permanece oculto, la perspectiva unilateral del punto de vista. El travestismo, el clóset, incluso la posibilidad de interactuar entre diferentes tribus de la comunidad: travestis y osos. Tres mundos ajenos confluyen para construir diversos personajes que son punto de encuentro de lo femenino, masculino y el mundo animal; rendez vous de mitología, religiosidad y el irrenunciable oso. Se podría decir que arrodillado, el niño repetiría sus oraciones; desde otra lectura, el adolescente bosqueja un programa identitario alejado de cualquier fijación o anquilosamiento, hecho que marca una nueva era de construcción subjetiva. Pero las cartas cerradas dispuestas como aura en torno a la cabeza del pre-adolescente ¿a quién están dirigidas?)… Sólo aparecen dagas y flores en una edad puente que anuncia y oculta el futuro.

El niño, el joven y la doncella; lo animado y lo inanimado, se contraponen en una reflexión sobre la pintura y el sujeto que permiten una salida de la iconografía de la gaydad y abre la puerta a los cuestionamientos de la cultura queer.

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La profunda marca que ha dejado la plástica de Julio Galán se puede observar por ejemplo en Fernando Guevara quien se ha focalizado en la niñez plasmando la curiosidad infantil por la sexualidad en cuadros como “La Feria”, y ha denunciado la violencia contra un niño que retrata en su indefensión, pasmo, fragilidad en cuadros como “Niño con muñecas rotas” (2001), “La letra con sangre entra” (2007).

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En este brevísimo recorrido por la plástica mexicana encontramos a la homosexualidad atrapada en el engranaje de la justicia y escarnecido por la burla que lo exhibe en la primera parte del siglo XX. En los años setenta se procede a la construcción de la representación de lo gay que si bien integra los elementos del prejuicio los asume un sujeto provocador; en los ochenta y noventa se da un rostro a la devastación del sida. En el entredós de los milenios, la fijeza identitaria se diluye; es cuestión de una combinatoria; cada quien escoge los elementos. El trayecto va desde la homosexualidad observada, exhibida, hasta la construcción de una imagen desde el interior: primero destruyendo el prejuicio de manera desafiante, luego jugando.

Bibliografía

Antonio Ruiz (2001). “El Corcito”, coordinador Saturnino Herrán Gudiño. México, Laducci editores. 144 pp.

Galán, Julio (2007). Pensando en ti, con textos de Francesco Pellizzi, Carlos Monsiváis, Guillermo Sepúlveda, Silvia Cherem, México. 355 pp.

Taller documentación visual (2004). UNAM, ENAP, México. 567 pp.

Marquet, Antonio (2001) ¡Que se quede el infinito sin estrellas! La cultura gay al final del milenio. México, Universidad Autónoma Metropolitana. 606 pp.

Marquet, Antonio (2006). El crepúsculo de Heterolandia. Mester de jotería. Universidad Autónoma Metropolitana. 479 pp.

Notiese, “Fallece el activista gay José María Covarrubias”, en http://www.jornada.unam.mx/2003/09/…

Sosa, Ernesto (2005) “Homo eroticus en la pintura nacional”, en Arena, VI-6, núm. 325 (15 de mayo).



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