Todos somos (porno) estrellas. Fragmentos sobre la economía libidinal de la censura

Todos somos (porno) estrellas. Fragmentos sobre la economía libidinal de la censura

En casi toda censura, pero particularmente en la sexual, solía animarse un doble impulso, una pulsión paradójica. Por un lado la urgencia –moral, política, religiosa– de acallar y opacar lo que los poderes o el Poder consideraban antitético o peligroso. Pero también, al mismo tiempo, una fascinación inconsciente por lo que así se prohibía. Por el goce negado de lo que se reprime, el erotismo tanático inscrito en el propio acto de reprimir: alterizar la diferencia, estigmatizarla como el otro absoluto. Para legitimar su persecución, incluso su amputación del cuerpo cultural. Pero también para fetichizarla como ese oscuro objeto del deseo (Buñuel), ese complemento maldito en cuya prohibición la identidad se rebela –se revela– por entre los resquicios de lo que afirma y niega.

El fetichismo es precisamente una fantasía de castración reparada, memorializada por el sustituto fálico que exalta la herida psíquica en el propio gesto de negarla. Como el acto de proscripción, cada vez más condenado a consagrar aquello que pretendidamente silencia o denuncia. Hasta el punto de hoy convertirse ella misma, la censura, en un rutilante objeto de deseo bajo el nuevo orden que hace de la infracción –sexual, cultural– un mandato funcional al sistema que antes insolentaba. Un deber ser hedónico, una obligación de placer sensorial que resultan instrumentales para estructuras de dominación articuladas ya no al control moral –moralista– sino al desborde de los sentidos canalizado hacia el consumismo. Como en esos programas del cable globalizado (Wild on E!) que reducen la multiple complejidad del esparcimiento humano a un mismo exhibicionismo banal de cuerpos copulantes y alcoholizados en la reiteración interminable de una supuesta, eterna, orgía planetaria (para la televisión).

La espectacularización del placer presunto y de la perversión supuesta: no hay síntoma más elocuente de la reingeniería radical del Poder que la ubicua integración social de la antes denostada pornografía. El fetichismo carnal poseído por el fetichismo de la mercancía, que todo lo invade y lo homogeneiza. Todo lo visibiliza. La penetración final, literal, corporal, del capitalismo en las entrañas más sensitivas de una condición humana en mutación tecnocultural. La reificación, la cosificación instrumental de nuestras fantasías. Interactivas: el éxito multitudinario de YouPorn en la web es una manifestación definitoria para nuestra era terminal. Todos somos (porno)estrellas.

Con ingenuidad o malicia, o por simple oportunismo, hay quienes celebran en esto un horizonte de liberaciones infinitas. Voceros de algunas de las entidades culturales más poderosas y adineradas proclaman como su ideología axial el fomento de lo trasgresor, consumiendo el carácter específico de esa categoría, mellando su filo, en el propio acto de reivindicarla.

Se invierte así el sentido original que ciertas etimologías le dan a lo obsceno como aquello que se ubica fuera de escena, fuera de la representación y de lo presentable. En realidad la pornografía no es tan sólo el síntoma sino sobre todo el paradigma funcional de un establishment que abandona las anteriores estrategias de exclusión y censura para asumirse omnicomprensivo y total. Totalizante, totalitario: la expansión discursiva del capital coloniza incluso la idea del disenso que así se domestica y retoriza. Hasta la trasgresión es hoy hablada, rentada, comisionada, por cierta institucionalidad hegemónica, que se quiere oficial y alternativa al mismo tiempo.

Ante esta normalización de la diferencia no cabe invocar el retorno a las antiguas potencias discriminantes de la censura. El reto actual es definir en actuales términos las herramientas vigentes para la reactivación cultural de nuestra criticidad desfalleciente. Las armas políticas de la historia, de la memoria, ciertamente. Pero también las libidinales del goce, en ese doloroso sentido que el psicoanalista Jacques Lacan le daba a la palabra francesa jouissance, que él opone al orden conformista del placer.

No se trata de complacer, precisamente, pero tampoco de reprimir, sino de friccionar: de confrontar lo distinto sin el gesto autoritario explícito en la censura, ni el neutralizador implícito en la exaltación frívola. Ejemplo particular de esta estrategia es la recuperación crítica que en el Perú se ha logrado de esa dimensión perturbadora del travestismo que el sistema pretende domesticar. Las estrategias de farandulización y simulacro, iniciadas bajo la dictadura de Fujimori y Montesinos, se ven aquí confrontadas por proyectos incisivos como el del Museo Travesti del Perú, de Giuseppe Campuzano. O por publicaciones y exhibiciones históricas, como las realizadas por MICROMUSEO (“al fondo hay sitio”) para activar en el presente la memoria suprimida del Escándalo de la Laguna: la impresionante persecución policial y mediática ejercida sobre los participantes en aquel mítico baile de 1959 que esa investigación revela como el esbozo inicial, inconsciente casi, de una reivindicación pública del travestismo. Su escena primaria. Y traumática. (www.micromuseo.org.pe/rutas/…).

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No reprimir sino friccionar. También en un sentido ideológico, como Nelly Richard ha propuesto en sus llamados a tensionar las políticas del significado con las poéticas del significante, haciendo posible que la identidad se vuelva diferencia y la diferencia se vuelva alteridad. Constituirnos como diferencia diferenciadora. Revertir, en sus propios términos, la economía libidinal de la censura.

Sobre el autor

Gustavo Buntinx es curador, crítico e historiador del arte. Su trabajo principal gira en torno a las relaciones entre arte y política, arte y violencia, arte y religión. Se autodefine como chofer de Micromuseo (“al fondo hay sitio”), un proyecto museológico alternativo:www.micromuseo.org.pe



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